Penqolé, el retorno del Pueblo Pilagá
“Ya aterrizó el avión”. Eso decía el mensaje que llegó a mi celular y al de varios integrantes del pueblo Pilagá, el 29 de abril de 2010. La frase contenía una clave: indicaba el comienzo de la recuperación de parte del territorio ancestral. Lo enviaba Juana Segundo, líder de un grupo de ocho familias, que acababan de instalar un campamento en tierras apropiadas hace más de seis décadas por Gendarmería Nacional, durante la masacre de La Bomba, en 1947. Fue el primer paso de una estrategia iniciada cuatro meses antes. En el centro oeste de la provincia de Formosa, hacía nueve años que no llovía. Ese día jueves hizo frio y el viento sur, por fin, trajo un chaparrón.
Ya estaba decidido. El nombre de la comunidad sería Penqolé.
–Así se llamaba mi abuela. –explica Juana–.Era una mujer de este monte y fue arrastrada de aquí luego de la masacre.
En la historia de la resistencia del Pueblo Indígena Pilagá, Penqolé fue la primera Comunidad en recuperar tierras ocupadas por Gendarmería Nacional, a cinco kilómetros de Las Lomitas, una ciudad de 15 mil habitantes ubicada en el departamento Patiño, Formosa.
Era cierto que corrían riesgo, que las condiciones para hacer lo que estaban haciendo eran complejas. Que el contexto anunciaba días duros y presiones fuertes. Que se asomaban tras las nubes pesadas de ese chaparrón, momentos de incertidumbre. Pero también era cierto lo que Juana Segundo repetía siempre:
–Nosotros somos de acá, tenemos que estar acá. No podíamos esperar más.
*
Los primeros días de octubre de 1947, en el paraje La Bomba se reunieron centenares de Pilagá para escuchar a Luciano, un sanador con mucho poder. Durante una semana, recibían su palabra durante el día, de noche cantaban y bailaban. La celebración era tan ruidosa que se escuchaba desde Las Lomitas y los vecinos comenzaron a decir que se trataba de un malón.
Ese fue uno de los argumentos que utilizó el Ministerio del Interior de la Nación para ordenarle al Regimiento 18 de Gendarmería de Las Lomitas que reprimiera la ceremonia religiosa. El 10 de octubre, a las seis de la tarde, los gendarmes comenzaron a disparar. Fue un operativo de exterminio: hombres de a pie, ametralladoras apostadas estratégicamente y hasta un avión que perseguía a los que huían desde el cielo. El recuerdo de los sobrevivientes y los documentos oficiales comprueban los hechos. La persecución por los montes duró días. Gendarmería no tuvo piedad. Los sobrevivientes recuerdan –casi en ahogo– las emboscadas, los asesinatos y las vejaciones. Muchos terminaron en fosas comunes. No hay datos oficiales sobre la cantidad de asesinados.
Gran parte del territorio Pilagá quedó en manos del Estado Nacional. La repartija limitó aún más el dominio de las Comunidades. Gendarmería recibió algunas hectáreas para instalarse permanentemente en esa nueva frontera creada por el gobierno de Juan Domingo Perón.
Oficialmente se ocultó y se silenció la masacre. La prensa la promovió y luego calló. En 2005, la Federación de Comunidades Indígenas del Pueblo Pilagá inició una causa judicial contra el Estado Nacional por crímenes de lesa humanidad.
“Octubre Pilagá: Relatos sobre el silencio”, es el documental que Valeria Mapelman realizó junto a la Federación de Comunidades Indígenas de Pueblo Pilagá para contar la masacre. En una de las escenas una anciana, en primer plano, muestra una bolsa con balas.
–Estas balas son muy viejas, eran para matar a los antiguos –dice mostrando la prueba–. No sé por qué la gente matando a nosotros.
*
La Ruta Nacional Nº 81 divide la civilización de lo indio. Hacia el sur está Las Lomitas. Al norte, las comunidades del Pueblo Pilagá y el Pueblo Wichí, desperdigadas en el campo. Sobre esa frontera de asfalto se irgue un mangrullo de Gendarmería que siempre está perfectamente acondicionado para que, por las tardes, las familias de la ciudad se junten a tomar tereré.
Para delimitar el terreno que, en los papeles, sigue perteneciendo a Gendarmería Nacional, hay cada cincuenta metros carteles grandes, de fondo verde que dicen, en letras blancas: “Prohibido Pasar”. Juana Segundo y las familias pasaron y se quedaron. Después, llegaron otras comunidades. Como un acto de justicia poética, ahora algunos carteles son usados como mesa de trabajo.
Pero antes de atravesar el perímetro de Gendarmería, siguieron un plan que llevó meses. Primero recorrieron ocho kilómetros a pie, monte adentro, cargando herramientas, ollas, ropa y hasta patos, para componer los dolores y la sangre. Una vez que llegaron a la zona, instalaron un campamento provisorio en una comunidad vecina perteneciente al Pueblo Wichí. Allí perforaron la tierra en busca de agua buena y levantaron carpas. Los cacharros y las lonas de plástico fueron la postal de esos días. Los niños, hijos de todos, corrían y ayudaban. Traían flores del monte y carandillo para las artesanías que las mujeres harían en tiempos de descanso. Los hombres preparaban las herramientas para lo que estaba por venir. Palas, machetes, tenazas y pinzas eran el arsenal de la recuperación.
- Esto es algo que tenemos que hacer, indígenamente, legítimamente, son tierras que nos corresponden. Aquí nacimos nosotros – nos decía Juana mientras los hombres plantaban postes y estiraban el alambre– Aquí nacieron nuestros abuelos, aquí nacieron nuestros padres.
El día elegido para trasladarse del territorio Wichí a las tierras que pretendían recuperar era el 25 de abril. Un día antes, Juana vio pasar un zorro por el campamento.
- Es una mala señal. Tenemos que esperar. Algo malo va a pasar – me dijo Juana.
El mensaje del monte era cierto. Lo que pasó esa noche formará parte del silencio y de la historia Pilagá. La recuperación fue postergada hasta el jueves 29. La mañana de ese jueves, el día de la lluvia, levantaron el campamento y atravesaron la frontera de Gendarmería.
*
Juana Segundo es una mujer alta y delgada. Tiene poco más de cuarenta años, ocho hijos y varios nietos. Siempre anda con su pelo negro, atado. Posee el don de la palabra y los abrazos, parece que curara con sólo darte uno. La conocí en febrero de 2009 cuando llegué –mochila en mano desde La Plata- para integrarme al trabajo de comunicación con las comunidades Pilagá. Una vez me dijo que sería mi madre, que nunca me faltaría una familia. Juana Segundo sabe administrar la armonía de los lugares y eso la hace eterna.
El 1 de mayo, dos días después de la recuperación, ella convocó a una reunión con cierta ansiedad. La ronda se haría esta vez alrededor del fuego. La noche estaba cayendo y hacía frío, el monte se estaba poniendo azul. Todo lo que allí sucedía se cargaba de palabras profundas.
Juana Segundo iba y venía y todavía nadie formalizaba el encuentro, nadie terminaba de sentarse. Juan Duarte, marido de Juana y Cacique de la Comunidad, hablaba paciente del tiempo, de la falta de alambre, de la necesidad de conseguir un poco de harina, grasa y yerba para continuar con los trabajos. Él daba vueltas alrededor de todo y de todos. Pasaba permanentemente sus dedos índice y pulgar por el bigote. Pensaba. Cerraba los ojos y respiraba profundo.
En un momento, el mismo Juan Duarte, apoyó sus manos en una silla, miró a los presentes y dijo:
- Hemos llegado, finalmente hemos llegado. Tardamos sesenta y cuatro años, pero aquí estamos.
Dijo y comenzó la reunión. Las mujeres estaban amuchadas en un rincón y hablaban en su idioma. Sus ropas de muchos colores estaban curtidas por el monte, las polleras traían el movimiento del día que terminaba. Juana transmitía el pensamiento que de ellas nacía.
–Las cosas están bien –contaba Juana–. Mientras las mujeres levantan las paredes de adobe de las casas, los hombres están cerrando el perímetro. Los chicos van y vienen trayendo agua. Ya sabemos dónde conseguir agua dulce.
El día se pasaba rápido. El monte era grande. Había miel, frutos y animales para comer en cada uno de sus rincones. A veces llegaban familiares en bicicleta, abrazaban a Juana y seguían. Los chicos habían dejado de ir a la escuela, tenían que acompañar la recuperación. Se sentían en su casa pero había miedo, era difícil dormir.
El silencio de los primeros días pareció diluirse. Juana repetía en la reunión que estaban fuertes y que tenían mucha confianza, que lo que estaban haciendo era justo, era necesario.
Pero era innegable que comenzaban las presiones. Algunas mañanas, mientras los hombres trabajaban en el alambrado perimetral, recibían la visita de gendarmes que llegaban a caballo o en moto. Esas visitas eran violentas. Los gendarmes se presentaban y solicitaban datos, todo tipo de datos. Traían planillas para llevarse información.
“Quién son ustedes, de dónde vienen, quién los financia, cuáles son sus vinculaciones con el cura del pueblo, a qué iglesia pertenecen, cuántos hijos tienen”, insistían los gendarmes sin muchos resultados.
Los dueños de la tierra esquivaban las preguntas y legitimaban sus acciones con artículos de leyes nacionales e internacionales en la mano. Ellos se defendían, obligando a los gendarmes a presentarles una orden judicial que justificara tantas preguntas, tantas visitas.
Nunca hubo una orden judicial, pero las visitas se multiplicaban. También había amenazas. Juan Duarte les dijo, un día:
–Yo no entiendo porque ustedes hacen esto. Acá están los huesos de nuestra familia que ustedes mataron. Sé que no fueron ustedes… pero fueron ustedes.
*
Juana lleva un diario de la recuperación en un cuaderno anillado de ochenta y cuatro hojas de color verde, rojo y amarillo. Cada una de sus páginas detalla minuciosamente los aconteceres de los días. Datos sustanciales como: “A las 8.45 de la mañana llegó un vecino en una bicicleta verde para saludar. Preguntó que estábamos haciendo acá”. “Por la tarde llegaron tres gendarmes. No había un mayor en la casa y les pidieron los datos a nuestros hijos. Ellos no le dieron los datos y les pidieron que vuelvan más tarde”. “Necesitamos un candado para cerrar la parte sur”.
Juana leyó una tarde ese diario, en una reunión organizada para revisar los pasos dados y los ánimos. Fue a fines de junio. Hacía frio y las chapas cubrían poco, todos estábamos acurrucados en las sillas. Yo me sentía cansado. No quería pensar que las manos se me ponían azules por el frío, que hoy hubiera sido lindo no salir de la cama, que faltaba comida, que al no tener luz eléctrica las cosas se complicaban un poco. Una pesadilla me rondaba por esos días: soñaba que me metían preso.
A mi lado, dos hombres miraban. No decían nada. Escuchaban y asentían con la cabeza. Se los veía pensativos. Las manos gastadas por el machete y los ojos pequeños, casi cerrados, buscando ver lo que aún no se podía ver. Los dos estiraban sus pies y de a ratos giraban su cuerpo para susurrar algo en su idioma. A veces también sonreían y se encargaban de acariciar a algún niño que pasaba y quedaba colgado de sus piernas.
A media reunión, Juana acomodó su mate y empezó a contar algo. Algo que marcaría los días posteriores:
- Juan tuvo un sueño. El soñó que llegaron los gendarmes y nos querían sacar los postes que plantamos, pero no pudieron sacar. Nos querían correr pero no, no pasó nada. Metió entre medio de los árboles y no pasó nada. Hasta que alcanzó donde estoy y dice que llegaron los gendarmes. Y al rato me desperté, pensé que era… era de día, había sido que estoy soñando.
.*
El 10 de agosto, un mes después del sueño, llegaron los gendarmes. Cuando el unimog verde entró al predio, en plena reunión, los perros comenzaron a aullar, los niños lloraban, una anciana se escondió en la casa. Juana Segundo detuvo la reunión que se estaba realizando. Del camión bajaron cinco hombres; tres gendarmes y dos testigos, campesinos criollos de los alrededores. Un gendarme caminó hasta la ronda. En una mano llevaba su gorra verde, en la otra un maletín. No tenía más de treinta y cinco años .Flaco, de mediana estatura, blanco, oficinista, armado. Hacía calor y se lo veía nervioso. Preguntó si Juana era la coordinadora.
- Tengo que hacer dos cosas: uno notificarle, vio, por el tema que supuestamente están usurpando, pero… es una notificación, no venimos ni a echarlos ni nada por el estilo –dijo, nervioso–. Y otra, para realizar un acta casa por casa para hacer una especie de censo ya, así vemos que gente está acá.
Un gendarme rubio y de rostro duro fotografiaba todo lo que podía. Apuntaba su cámara como si fuera un arma. El flash sonaba como un chicote golpeando las ancas de un caballo. Juana se paró frente al orador y lo frenó:
- Sabe lo que pasa, ahora discúlpeme pero estamos en reunión. Y lamentablemente no me gusta que ustedes a cada rato entren porque acá es mi casa, es mi tierra.
El gendarme, más nervioso todavía, quiso suavizar.
- Yo ya me enteré lo que pasó acá en 1947 –dijo secándose la transpiración que caía por su frente–. Y también sé que hay una ley nueva que los protege, pero este es un tema que tengo que hacer sí o sí.
Más de una hora estuvieron los gendarmes buscando información, tratando de imponerse, de demostrar que los equivocados eran los originarios. Juana Segundo, más dueña aún de todo lo que allí ocurría, los invitó a retirarse y les pidió que la próxima vez lleguen con una orden judicial.
- Ustedes tienen que pedir permiso para entrar acá –dijo Juana ante la mirada atónita del oficial desencajado–. Porque si yo quiero entrar a su casa, primero les tengo que pedir permiso. Porque seguro que si yo entro así nomás en su casa me van a echar bala.
Cuando el unimog se fue, Juana curó el ambiente. Caminaba con su sus ojos cerrados y blandiendo un pañuelo rojo con su brazo derecho y un jarro de agua en la otra. Recitaba una oración en su idioma, para limpiar los males que esos hombres habían dejado.
Minutos más tarde, entre los arbustos, se vio una persona. Era el comisario del pueblo que estaba escondido entre la espesura del monte. El hombre de sweater rojo, descubierto, salió al encuentro. Dos jóvenes de la comunidad se acercaron y lo increparon. El comisario titubeó. Sonrió. Dijo estar completamente desorientado:
- Me enteré del tema, acá, aborigen. Y vine a ver qué novedades había porque me dijeron que este era predio de Gendarmería, no sé qué historia, viste…
Tenía una fuerte tonada formoseña. Sus brazos eran tan grandes como el esfuerzo que hacía para agradar. Apoyó sus manos en la cintura, tomó aire.
- A mí te digo la verdad, a mí no me preocupa porque este no es ni terreno del Estado ni nada. Si es que es de Gendarmería, es del Estado Nacional, así que no me preocupa sinceramente.
Hablaron de la ubicación en la que se encontraban, por dónde se podía salir hasta la ruta. Luego, los jóvenes le pidieron que se retire. El comisario de sweater rojo agachó la cabeza, entendió el mensaje y se fue por donde había venido.
–Guarda que hay tigres por acá – gritó uno, antes de despedirlo.
*
Hoy, seis años después, la tierra esta nueva. Hay pequeños montes de algarrobos que dan su fruta, hay miel repartida por todos lados. Una chacra a fuerza de trabajo ofrece zapallos, melones y sandias. Son más de veinte las familias que levantaron sus casas para quedarse. Los niños juegan a la par de las gallinas, los pavos, los chanchos y los chivos.
En la entrada de la comunidad hay un cartel de madera, rústico. Escrito en negro sobre fondo blanco se lee: “Comunidad Pilagá. Penqolé, 29 de abril”. De uno de los viejos y oxidados carteles de chapa de Gendarmería, que allí estaba apostado, no hay rastros.
Las mujeres lavan las ropas y ríen. Juana Segundo, en un momento que recordaré siempre, me mira. Me mira y me lleva en un abrazo a un sitio que desconocía. Agradezco y pido permiso para guardarme ese recuerdo, para interpretarlo de alguna forma. Sabemos que nos decimos cosas en idiomas distintos, que nos comunicamos con las cosas y los hombres de formas tan disimiles que de sólo pensarlo nos causa extrañeza.
Debajo de un viejo algarrobo, seis años después, entreverando el castellano y su idioma, Juana volvió a reunir y contar. Dijo que el 2 de octubre, a una semana de conmemorarse el 67º Aniversario de la Masacre de La Bomba, el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) y el Instituto de Comunidades Aborígenes (ICA) llegaron a la comunidad para abordar el proceso de reordenamiento territorial, un paso previo al reconocimiento estatal de la existencia de Penqolé y la posesión del territorio en el que viven.
- Fueron seis años de mucho sufrimiento y mucha gestión. Caminar, andar, solicitar que se reconozca a Penqolé como una Comunidad Indígena del Pueblo Pilagá fue muy difícil. A veces venía gente del INAI y seguía de largo, no terminaba de escuchar nuestro problema – dijo Juan con los ojos en el suelo.
La ronda era amplia. Las mujeres, tías y abuelas, a un costado. Los hombres, conquistando el espacio, dispersados. Había algunos jóvenes sentados que se miraban las manos buscando entender. Juana Segundo estaba vestida con un pantalón rojo y una remera blanca. Ataba y desataba su pelo negro y brilloso. Ella estaba resplandeciente, parecía una jovencita a punto de salir a jugar.
El sol fuerte que aprieta entrado el mediodía en el oeste formoseño marcaba nuevas y viejas sombras en la tierra. Nos corríamos para seguir debajo de la protección del árbol. Un anciano canoso, con la camisa a medio desprender, se apoyó en el respaldo de la silla de plástico y habló en su idioma. Movía lentamente las manos y traía la respiración desde las profundidades de su ser. Hablaba y decía cosas importantes. Todos prestábamos atención, era una autoridad. De a ratos se metían en su oratoria palabras blancas, en castilla. Resonaban los blancos, papel, derecho, justicia.
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