LA PESTE
Una crónica que recorre el testimonio de tres mujeres trabajadoras de la salud en la ciudad de Tres Arroyos. Jimena Rossi, Carolina Farisano y Patricia Donadio nos cuentan sus días, sus miedos y sus certezas. La pandemia por dentro.
Nada de lo que escriba en las próximas líneas logrará representar, en ningún caso, lo que intento contar. En primera persona del singular. En primera persona frente a una pantalla que comienza a llenarse de palabras que dan vueltas. Dan vueltas para graficar, contestar, repensar lo que está pasando allá afuera.
Los testimonios recogidos y la amabilidad para expresar las experiencias serán, sin lugar a dudas, los únicos elementos que sostengan las certezas, que construyan una verdad concreta y palpable. Las palabras escritas no serán semejantes, jamás, a la textura de las voces de las mujeres que cuentan, que hablan.
Están aquí presentes, detrás de barbijos y a la distancia. Hablaré en primera persona de ellas, sin siquiera conocer sus sonrisas o el destello de sus miradas.
Es un desafío imposible y, de cierta forma, reconocer esto ahora puede permitirle a usted, lector y lectora, tomarse la molestia de detenerse en este instante y dejar de leer. Deténgase entonces. No siga leyendo si lo que busca es encontrar la lógica imperante que reina a la hora de hablar de una pandemia.
Parece absurdo encontrar elementos externos que pretendan representar la desolación, el miedo, el caos y los silencios. Todo eso junto y al mismo tiempo. En primera persona. En primera persona del singular, frente a una pantalla opaca y poco convincente.
La vida aquí no se manifiesta, solo existen estas líneas luego del relato de estas mujeres y sus voces.
La contradicción y el desasosiego no encuentran complejas y rebuscadas comparaciones. Es quizás el desamparo absoluto y letal de la peste.
***
A las 14 horas de un jueves en Tres Arroyos el sol del otoño es presencia concreta. A la sombra hace frío y, sobre la ruta provincial Nº 228, el viento es audaz. Pasan camiones y patrulleros, autos particulares y gente que probablemente no ingresen al pueblo. A la vera del Hospital Pirovano es constante el movimiento, casi una postal.
En la esquina de la Avenida Primera Junta y la calle Julio Argentino Roca han levantado dos carpas provisorias de lonas naranjas y blancas en el ingreso del área de pacientes respiratorios, para que quienes esperan en el sector se reparen de las inclemencias climáticas. Fueron donadas por los vecinos Martín De Francesco y Joaquín Haedo, piloto de automovilismo.
Es incesante la llegada de personas que se incorporan a una cola de seres humanos asustados, con sus rostros descolocados. Miran al suelo. En silencio y soledad. Esperan su turno para el hisopado, para encontrar allí una respuesta a los síntomas que vienen arrastrando.
Me pregunto al verlos tan pensativos, qué estarán pensando. Qué ocurrirá en sus pensamientos en ese momento. Qué síntoma, de todos los síntomas que potencialmente los convencieron de estar allí, fue el detonante para tomar la decisión de llegar hasta ese lugar. Nadie habla. Todos aguardan en un doliente mutismo.
Creo ver sus reflexiones saliéndose de sus cuerpos, exteriorizando la materialidad de un dolor, de una incertidumbre, de una inequívoca predicción. Veo también las estadísticas y los números y las recomendaciones y las ambiguas contradicciones en los medios de comunicación. Veo un susurro soplando sobre sus oídos.
***
Jimena Rossi trabaja en atención primaria, en las salas periféricas, en los barrios. No la conozco, no nos conocemos. Nos hablamos por whatsApp una vez y me dice que no, que prefiere no hablar. Que le cuesta decir lo que tiene para decir.
Pero después, como recorriendo esas palabras primeras, reconoce: “En mi desempeño laboral no me afecta directamente. Me afecta porque tengo amigas que están trabajando en el hospital. Ellas me relatan sus experiencias y es caótico lo que se vive. La ocupación de camas es total y al margen de la pandemia la gente se enferma de otras cosas, entonces tenés que atajar todos los penales juntos”.
Jimena dice que no va a hablar y siguen cayendo sus audios, uno tras otros. Parece haberse desocupado de un servicio que estaba realizando y cuenta: “Mis amigas en el hospital están cansadas, física y emocionalmente. Están agotadas. Las escucho llorar”.
Suena en sus audios un viento sur impresionante. Como si acaso permitiera ese sonido aclimatar aún más lo que dice que no iba a decir. “Mi familia vive todo esto con mucho miedo, son personas mayores. Con patologías de riesgo, están en la lista para vacunarse pero aún no les ha llegado su turno. Tengo una hija de cuatro años que la cuidan ellos”.
Jimena Rossi es enfermera y parte fundamental de un sistema de salud explotado. Las salitas de primeros auxilios, en los barrios, son centrales en estos momentos. Son esos los espacios de contención, donde llegan pacientes que no deberían recurrir al hospital central. Son un primer eslabón de una cadena en la que trabajan centenares de profesionales. Ella termina contando entonces: “Lo que quizás no entienda la gente es que cuando hacen reuniones sociales o se juntan, a nosotros nos juega negativamente porque el personal se está contagiando. Va a llegar un momento, espero que no, que no vamos a contar con personal para atender a los pacientes”.
Pienso que a Jimena Rossi no la conozco, no nos conocemos y que aún no puedo comprender cómo es posible que me diga que esta situación no la afecta directamente. Que tiene amigas en el hospital y que ella está atendiendo todos los días, horario corrido, en una salita de un barrio. Pero que no le afecta directamente. Pienso en ese corazón que Jimena Rossi decide entregar todos los días, horario corrido.
***
En el inicio del capítulo tres de “La Peste”, obra cumbre de Albert Camus, se lee: “Así, durante semanas y semanas, los prisioneros de la peste se debatieron como pudieron. Y algunos de ellos, como Rambert, llegaron incluso a imaginar que eran hombres libres, que podían escoger. Pero, de hecho, se podía decir en ese momento, a mediados del mes de agosto, que la peste lo había envuelto todo. Ya no había destinos individuales, sino una historia colectiva que era la peste y sentimientos compartidos por todo el mundo”.
Hace más de cuatrocientos días que se dio inicio a la pandemia mundial por covid-19. Esa mancha infinita que comenzó en algún lugar y de alguna forma allá por oriente y que rápidamente fue expandiéndose en todos los continentes. Supuestos especialistas en televisión, políticos más o menos comprometidos con las responsabilidades que debieron asumir y números. Listas infinitas de números con muertos y enfermos, con vacunados y en espera latente son las representaciones que a diario se consumen en la prensa, en las redes sociales y en el kit de pantallas a las que nos sometemos para asomar el hocico y ver qué sigue pasando.
Pienso ahora, en primera persona del singular, que arrojar datos numéricos, en principio, puede suponerse como un acto vetusto, innecesario. Los números serán ya viejos, perderán la inevitable certeza de las nuevas actualizaciones. Serán el descarnado desenlace de una vida y su desconsuelo fatal en los familiares de esa vida.
Sigue Camus refiriéndose a la peste en Orán y la separación y el exilio que vivían sus pobladores para comprender lo que eso significaba en miedo y rebeldía: “He aquí porque el cronista cree que conviene, en ese momento culminante de la enfermedad, descubrí de modo general, y a título de ejemplo, los actos de violencia de los vivos, los entierros de los muertos y el sufrimiento de los amantes separados”.
***
Carolina Farisano es Licenciada en Psicología y su ingreso diario al hospital es a las ocho de la mañana. “A partir de esta situación de pandemia y con toda la cadena de protocolos dentro del ámbito de salud se demora mucho nuestro ingreso, porque cada vez que llegamos hay que cambiarse el vestuario. Con la misma ropa que venís de la calle no podes ingresar al servicio de salud mental, que es donde me desempeño. Tenemos un baño, que es como una suerte de vestidor, en donde todo el personal nos cambiamos”.
Tampoco conozco personalmente a Carolina y su testimonio, sus palabras van llegando a mi teléfono con confianza, como si acaso supiéramos quién es cada uno. “Desde que comenzamos la fase uno están suspendidas las visitas. Es bastante movilizador para los pacientes y para nosotros porque tratamos de responder a la demanda, intentamos que la gente no se junte en los pasillos con mucho miedo por parte de todos”, sigue relatando.
Veo automáticamente que caen diez mensajes de audios, uno detrás del otro. Carolina parece tener ordenado lo que tienen que decir. Y lo expresa con una claridad asombrosa: “A veces, por las mismas cuestiones del agotamiento de un año de pandemia, uno puede fallar en las cuestiones del auto cuidado; si te tocaste, si no te lavaste las manos. Porque llega un momento en que te perdés, es antinatural, no es a lo que estamos recurrentemente acostumbrados”.
Asoma entre las preguntas que le hago a Carolina, en primera persona del singular, un cómo te sentís, cómo estás anímicamente. “Acá se trabaja con mucho miedo, con mucho estrés. La verdad es que estamos muy agotados, hemos tenido períodos de calma pero ahora hay mayor afluencia en el servicio de salud mental. Todo lo que tiene que ver con las crisis de angustia, de pánico empiezan a aflorar entre los pacientes y entre nosotros. La incertidumbre y el temor siempre están latentes porque vos tratás de cuidarte a vos y a los otros, pero podes fallar”, reconoce.
Y ese agotamiento también se expande, abre fronteras personales. Porque una vez que sale del trabajo, una vez que vuelva a cambiarse la ropa para salir a la calle se enfrenta a los miedos de su gente. “Ser trabajadora de la salud implica una paranoia en el entorno inmediato, no solo en la familia sino también en la gente conocida. Entonces un poco para la tranquilidad de uno y de los otros, las medidas de cuidado fueron muy extremas al comienzo. Y a medida que fuimos bajando el nivel de ansiedad y con mayores certezas a partir de los conocimientos, pudimos ir cuidándonos sin tanto miedo”.
***
Lo mismo ocurre con Patricia Donadio, enfermera con más de treinta y cinco años de experiencia. No la conozco, no nos conocemos. Un contacto de un contacto de otro contacto generó la posibilidad de un vínculo informar por medio de mensajes de whatsApp. Dimos unas vueltas hasta que me dice: “Estamos trabajando en el servicio de terapia intensiva con seis horas diarias, con horarios rotativos mensuales. Con esto de la pandemia se nos ha hecho un poco más pesado. Si bien son seis horas diarias, hay días en que hay que completar el personal ante tanta demanda y tenemos que trabajar doce horas. Eso ocurre dos o tres veces por semana, por enfermero”.
Su voz es calma, serena. Es una mujer que, pienso en primera persona del singular, sabe cuidar, sabe abrazar. “Se ha incrementado muchísimo la demanda. Nosotros estamos contando con siete camas en este momento, con siete respiradores, cada paciente tiene un monitor y por lo menos tres o cuatro bombas de infusión, que vamos cambiando continuamente su goteo según el estado del paciente, según los laboratorios. Es una atención full time. La mayoría de los pacientes están sedados, con algunos de ellos mantenemos un pequeño diálogo. Cuando vemos que están medio despiertos y les podemos hablar tratamos de calmarlos, de contenerlos y de contarles sobre la familia, que preguntan mucho. Después así volverlos a la sedación para una mejor relajación por el distrés respiratorio”.
Quiero preguntarle por la familia, como hice en todos los casos. Pienso en ese acompañamiento y en el desgaste que han de sufrir, en ese agotamiento aletargado. “La familia de uno por ahí trata de llamar la atención porque uno falta de su casa muchas horas y cuando venís, venís bastante agotado. No sé si físicamente porque cuando uno hace esto das todo porque lo haces de corazón, porque te gusta esa adrenalina que se genera para pelear contra el virus. Pero cuando llegas a tu casa querés tener un momento de distracción y la familia notó que faltaste muchas horas y demanda tu presencia. Ahí tenemos que recargar un poquito las pilas y seguir, conteniendo también a la familia que tiene miedo por ellos, por uno mismo y que te sostiene y te apuntala. Es lo que te da fuerza para seguir”, me confianza con una entereza extraordinaria.
Patricia trabaja en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) desde el 2006 y me dice que está a punto de jubilarse, aunque aún sea joven. “Anímicamente se hace duro remar porque es una batalla bastante ardua. Acá es remar, remar, remar. Es un virus muy poderoso”, cierra.
***
A las 16 horas de este viernes en Tres Arroyos el sol del otoño sigue igual que ayer. Dos días me tomó escribir esta crónica, en primera persona del singular. Leo por arriba los portales noticiosos de la capital y encuentro nuevas promesas de futuras vacunas que llegarán, otros números que se arrojan a la muchedumbre con la frialdad espantosa de las estadísticas y un decreto que llega y no llega. Veo el poder de la incertidumbre y una realidad que no se asemeja, en ningún caso, a los testimonios de Patricia, Jimena y Carolina.
Pienso que, quizás, tengo esta posibilidad de contar, abrazado a los testimonios de tres mujeres que no conozco y que me han querido explicar, con un afectuoso esmero, lo que pasa allá afuera.
Pienso, frente a esta computadora, que cuando comenzaban a ordenarse las palabras había un objetivo definido, tratar de entender. Pero ahora, luego de ser atravesado por estas tres mujeres trabajadoras de la salud, quizás, lo cierto es que buscaba acompañar sus caminos.
Comentarios
Publicar un comentario